Hablar de Arte en Ribadesella es viajar a la Prehistoria para descubrir la intensidad de la cueva de Tito Bustillo; la Cova Rosa, en San Antonio; El Cierru y Les Pedroses; La Cuevona del imponente macizo de Ardines; La Lloseta o el Tenis. Pinturas rupestres con un significado único que adquieren su máxima expresión en el Gran Panel de Tito Bustillo. Hallazgos que evidencian la antigüedad del territorio riosellano a través de cráneos, huesos y útiles de caza. El Arte en Ribadesella comienza con un viaje decenas de miles de años atrás para encontrar los orígenes de un mundo creado entre cavernas de estalactitas y estalagmitas, formaciones geológicas fascinantes, grutas imposibles y accesos diminutos.
Ribadesella viaja. Evoluciona al mismo tiempo que lo hace su arte. El Casco Antiguo, desde la Atalaya hasta Portiellu (antigua entrada a la Villa), caminando por la Calle Oscura o la Plaza María Cristina, la calle del Sol o la Plaza Santa Ana, exhala aún olor de cuando la Villa comenzaba a escribir su interés arquitectónico, aún sin saberlo.
Los siglos XVI, XVII y XVIII adquieren en la parte más antigua de Ribadesella su máximo esplendor. Y el Ayuntamiento, un día Palacio de Prieto-Cutre, conserva sus sillares labrados y los escudos de un apellido noble. Vidrieras, ventanales con historia, joyas de piedra de un Renacimiento que expiró en silencio no sin antes dejar su majestuosa impronta.
El viaje continúa, saltando entre balcones floridos con arcos y voladizos, escudos de familias respetadas, laberintos de piedra que juegan por un casco antiguo que ha sabido conservar el lustre de antaño.
Hasta la Iglesia, imponente en su plaza, despierta la historia de los primeros tiempos del siglo pasado con pinturas de los hermanos Uría Aza, el Nazareno de Víctor Hevia o los frisos del Altar Mayor que ideó Gerardo Zaragoza para dar vida después Emilio del Valle Junco.
La Casa de González Prieto (Correos), la Casa de Collado (donde nacería más tarde Darío de Regoyos), la Casa del Pixuecu o el Palacio de la Atalaya, son sólo algunas de las joyas arquitectónicas e históricas que atesora la parte más vieja de la Villa. Paseos como el de La Grúa, que fueron senderos creados para transportar y tirar las redes a los barcos que salían a faenar a la mar y, por el trayecto, la Fuentina, a cuyos lados se dibujan paneles que cuentan la historia riosellana (Paneles de Mingote), por un lado; y que explican leyendas de xanas, trasgos y cuélebres, por otro. Y al fondo, en lo alto, una ermita, la de Guía, que observa desde lo más alto todo cuanto acontece en la villa riosellana. Fortificaciones de defensa y cañones que recuerdan cuando, un día, por la Guerra de la Independencia, fueron arrojados al mar por los franceses y recuperados más tarde por los riosellanos.
El viaje se adentra en el primer tercio del siglo XX, con el Modernismo que desprende el Hotel Marina, o el racionalismo que se expresa en la Lonja del Pescado, inaugurada en 1936. Y continúa ofreciendo un paseo de colores y buen gusto. El majestuoso paseo de Santa Marina. Cuentan que Ribadesella fue pionera en turismo en el Norte a principios del siglo pasado, cuando veraneantes de clase alta fijaron como segunda residencia este rincón del Oriente de Asturias. Allí, en primera línea de playa, y con el gusto de la arquitectura de entonces, comenzaron a levantarse chalets y casonas con un mimo especial por sus acabados. Algunos, hoy son hoteles o incluso albergues (Villa Rosario o el chalét de la Marquesa de Argüelles y el palacete de Piñán), auténtico cobijo de la historia y de quien la construyó.
Fuera de la villa, la historia, el viaje, continúa entre iglesias (Santa María de Xuncu es la más antigua del municipio) del románico tardío, derruidas durante la contienda española y levantadas más tarde. Templos con bóvedas planas, ábsides y pinturas originales que han sobrevivido a reformas, al paso del tiempo y a las luchas por la conquista. De esto último se escribió mucho en la Torre de Junco, levantada en el siglo XV como bastión defensivo y habitado hasta comienzos del presente siglo.
Sebreñu atesora su Palacio de Sierramayor (siglo XVI) y El Carmen presume con la Casa del Fenoyal. Calabrez enseña con orgullo sus peculiares casas mimetizadas en la falda del monte. Sardéu tiene la Casa del Barréu, construída allá en el siglo XVI que fue cobijo de la Corporación municipal huida de la Villa durante la Guerra de la Independencia. En Moru se erige la románica Iglesia de San Salvador y en Junco se sitúa la Torre de Ruiz de Junco, un torreón defensivo como el de San Esteban de Leces. El pueblo de Abéu cuenta con el Palacio de Argüelles, montado piedra a piedra en este lugar después de haberlo trasladado del vecino concejo de Caravia. En Torre se sitúa el Palacio de Montoto, en el mismo lugar donde otrora existió una fortaleza medieval. Linares tiene el Palacio de Galmés y una de las más bonitas iglesias del concejo. Berbes cuenta con lo que allá por el siglo VII fue un hospital de peregrinos pobres y es conocido hoy como la casa del cura. Sardalla, el Palacio de la Piconera y el conjunto arquitectónico que lo completa son otras muestras de arte levantado en el siglo XIX.
Collera y la Iglesia de San Martín son otra visita obligada a la historia junto con la Casa Rectoral reformada a principios del siglo XVIII, la Casa del Colláu o la Capilla de Piles.
Meluerda tiene un protagonismo especial. No sólo por el renancentista Palacio del Retiro, la ermita de San Julián y la neoherreriana Capilla del Cementerio, ni tampoco por las antiquísimas casas que lo componen (Casa Manjón). Meluerda, junto a Leces, es el inicio del concejo de Ribadesella. Es el pueblo donde un tejo centenario continúa intacto, símbolo de coloquios y reuniones entre vecinos. Camangu cuenta con casonas majestuosas entre las que destaca la Casa del Tarabuxín, del siglo XVII. Cuerres, que es también límite geográfico con el vecino concejo de Llanes, muestra una sólida arquitectura rural que ve su máxima expresión en la Casa de Covián o la Iglesia de San Mamés.